Ray (Dylan Walsh) es uno de esos pusilánimes a los que casi duele ver. Ray tiene un pésimo trabajo, vive en un pueblo en vías de extinción en medio del desierto, regenteado por un adolescente traficante de metanfetaminas y ocasional proxeneta (al que debe pagar protección para tener, por ejemplo, electricidad); está casado con una espantosa mujer que (por supuesto) le es infiel con otro imbécil, un imbécil que de hecho es padre del supuesto hijo de Ray (un hijo tan aborrecible que sólo Jonah Hill podría hacer más odioso), y, entre tanto, Ray sigue enamorado de su amor de infancia, que sigue enamorada de él, insinuándosele tanto como su rectitud se lo permite, mientras oficia de cajera del único y moribundo autoservicio del pueblo. ¿Esta comedia es divertida? No. ¿Es conmovedora? No. ¿Es reconfortante? No. ¿Es simpática? No. ¿Qué es? Probablemente, ridícula; muy posiblemente, naïf. Y, de hecho, tiene un subtexto que es un poco peligroso, una especie de moraleja: los buenos tienen su premio al final; la versión hollywoodense de las clásicas telenovelas (mexicanas, colombianas, venezolanas) en las que la heroína sufría durante 300 episodios para resarcirse en el penúltimo y casarse con el galán en el último. Pues, no. Otro 1. Por Leo.
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